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Centenario del colegio

El pasado 3 de Octubre se cumplía el primer centenario del colegio en su ubicación de la calle Castelló. Para recordar esta efeméride reproducimos, a continuación, la crónica de aquellos días según se publicó en la revista escolar del curso 1921-1922:



Nuestro Colegio

 

Un articulista guasón terminaba sus Etapas en Recuerdos de 1920-21 diciendo: «y en octubre de 1921, empezará la 3ª Etapa del Pilar, cuya vida y milagros contarán los futuros cronistas».

¡Vida y milagros!. Por hoy me contentaré con la vida, abandonando los milagros a los hagiógrafos venideros, aunque, con los nuevos aranceles que vamos a padecer, cabe preguntarse si habrá milagro más estupendo que la misma vida.

Adquirido el grandioso edificio de Castelló el 25 de Enero, se procedió inmediatamente a su adaptación, cosa fácil, según los arquitectos de pacotilla que entienden de estas cosas. Media docena de tabiques que echar abajo, otra media que construir, y pare V. de contar. Así se empezó en efecto, pero tras la primera media docena, siguió otra entera, hasta que a la postre fueron 1.300 los metros cuadrados que hubo que edificar. No se cambia así, en un periquete, una obra de esa magnitud, y contados fueron los locales que no sufrieron una transformación radical. El lavadero, los talleres, los cuartos de labores, plancha y costura, etc., podrán ser de primera necesidad en un asilo de ochenta muchachas; pero maldita la falta que hacían en un colegio destinado a mil y pico de alumnos.

Poco a poco los nuevos departamentos surgieron del caos de ladrillos, arena, yeso y baldosas en que se complacen los albañiles. Treinta clases, ocho servicios de aseo e higiene, laboratorios, gabinetes, comedores, salas de dibujo, una reforma radical de la calefacción central y del alcantarillado, bocas de riego, esterilizadores del agua con una completa canalización, para que ésta surtiera las fuentes de los patios, seis grupos de urinarios emplazados en diversos puntos de la finca, etc., etc., fueron obra de unos pocos meses. Como se ve, no se durmieron los artistas, puesto que así se llaman hoy hasta los peones de mano.

Entre tanto, los muchachos soñaban con el raro intermedio que tan pocas veces puede ofrecer un colegio como distracción de las tareas escolares: una mudanza. Dejar, siquiera unas horas, los indigestos libros de texto, para transportar, con académica gravedad, algún artefacto de física, chorreando ciencia por todas las válvulas, era un placer que los muchachos saborearon a conciencia, dándose además un pisto enorme. Teorías de bulliciosos chicos caminaban pausadamente, llevando unos el material frágil de la química, otros el complicado de la física, con la religiosa gravedad de quien lleva reliquias. Cuando le tocó el turno al esqueleto de la colección fisiológica, la función se hizo macabra. Tres chiflados le transportaron lúgubremente, al compás de espeluznantes pendulaciones de las tibias, y terroríficos vaivenes de la calavera. Poco faltó para que se desmayaran dos criadas que presenciaron el singular desfile.

Una empresa que alquilaba carritos de mano a treinta céntimos hora, hizo entonces su agosto. Enganchados al humilde vehículo, los entusiastas chiquillos solicitaban géneros transportables, que llegaban a su destino con relativa integridad. Pero el colmo, la quinta esencia del jolgorio era encaramarse encima de los camiones cargados, ayudar a la descarga, y volver bailando un fox-trot sobre la vacía plataforma.

Cuando ya no quedaba un clavo por arrancar, se despidieron los improvisados mozos de cordel, dejando a los profesores el cuidado de desenmarañar el imponente cafarnaum, que dejaba chiquito al mismo Rastro. En esa tarea laboriosa se pasó el verano.

Llegó el 3 de Octubre, señalado para la reapertura del curso. Grandes cartelones fijados en sitios estratégicos, señalaban el derrotero más corto para llegar a las clases. Día memorable fue aquél, de zambra y algazara, vueltas y carreras en todos los sentidos, algo así como una colmena, en la que las abejas hubiesen perdido de repente el sentido de la orientación.

Pronto, demasiado pronto al parecer de algunos, todo entró en caja, a pesar del sinnúmero de detalles que quedaban por ultimar. Dos cobertizos se construyeron para los días lluviosos, los patios fueron arenados, rejillas de madera se emplazaron debajo de los pupitres, para resguardar los pies del frío de las baldosas, sendas alambradas protegieron las ventanas contra los desaguisados de las pelotas, y el magnífico solar de la Sra. Baronesa de Chirel quedó nivelado, para que la bullanguera juventud pudiera dedicarse a su deporte favorito: el foot-ball.

Y el curso fue deslizándose, trayendo cada día su detalle grande o pequeño, su contribución al perfeccionamiento de la obra. Por este camino se seguirá, D. m., en los cursos siguientes, pues aun queda tela cortada. Dígalo sino el espacioso Salón de Actos, huérfano aún de los quinientos asientos que permitirán volver a las encantadoras conferencias de cultura general de años anteriores. Asimismo esperan su inauguración veinte mesas de laboratorio, en donde los alumnos de química podrán iniciarse en el sabroso arte de romper tubos de ensayo y balones de vidrio. Todo se andará, y si un cataclismo imprevisto no da al traste con los proyectos... y los presupuestos destinados a su ejecución, pronto el Pilar será el Colegio que soñamos para nuestra querida juventud madrileña. Así sea.

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